Corrupción
En la estación de Atocha me ha pedido una ayuda un hombre de 48 años, con buena presencia, que ya ha visto agotada su cobertura por desempleo. Hemos hablado un rato.
Por las mañanas busca trabajo y por la tarde pide limosna en la estación. Para su desconcierto, la respuesta de muchas de las ofertas a las que aplica es que ya tiene demasiada edad.
Se lamentaba de la pasividad de nuestra sociedad ante la corrupción y de la avaricia desmedida de algunos por acumular dinero y sacarlo a Suiza impunemente.
Si yo le contara…
No hace mucho fui consciente, como en pocas ocasiones, de la gravedad moral de la corrupción. Incomprensiblemente, personas con trabajo, estudios y posición social destacada, se corrompen y corrompen a otros con tal de llegar a acumular cosas que en el fondo no necesitan.
Y duele especialmente saber que quienes tienen la obligación de parar la corrupción, no se atreven y se hacen cómplices de la inmoralidad. Es como ser diagnosticado de cáncer y renunciar a someterse a tratamiento.
La corrupción tiene cura. Exige extirpar el mal para sanar al resto. Necesitamos encontrar al cirujano adecuado y dejarle actuar.
Nadie es inmune. La avaricia y el poder forma parte de nuestra naturaleza. Quizás con el paso de nuevas generaciones, con una educación de base… Aunque es como lo del hijo, a quien se aconseja no pegar en el colegio y vuelve a casa siempre con golpes, hasta que se le sugieren dos o tres técnicas de defensa-ataque y ese día vuelve emocionado y dice: ¿cómo no me lo enseñaste antes?